Combatir la educación I

“(…) Mi postura antipedagógica no se dirige contra una forma particular de educación, sino contra la educación en general, incluida la antiautoritaria.(…)




Mi convicción de que la educación es perniciosa se basa en las siguientes experiencias:
Todos los consejos impartidos para educar a los niños revelan con mayor o menor claridad numerosas necesidades del adulto, de muy distinto orden, cuya satisfacción no sólo es desfavorable al crecimiento vital y espontáneo del niño, sino que más bien se lo impide. Esto es válido también para los casos en que el adulto esté sinceramente convencido de actuar en interés del propio niño.

Entre estas necesidades se cuentan: primero, la necesidad inconsciente de transmitir a otros las humillaciones padecidas antes por uno mismo; segundo, la de encontrar una válvula de escape para los sentimientos reprimidos; tercero, la de poseer un objeto vivo disponible y manipulable; cuarto, la defensa propia, es decir, la necesidad de mantener la idealización de la propia infancia y de los padres, intentando corroborar la rectitud de los principios pedagógicos paternos a través de los que uno mismo aplique; quinto, el miedo a la libertad; sexto, el miedo al retorno de lo reprimido, que uno vuelve a encontrar en el propio hijo y debe combatirlo allí tras haberlo matado en uno mismo, y, finalmente, séptimo, la venganza por los sufrimientos padecidos. Como toda educación contiene al menos uno de los motivos aquí mencionados, a lo sumo será adecuada para hacer del educando un buen educador. Nunca podrá ayudarlo, sin embargo, a conquistar su espontaneidad vital. Educar a un niño supone enseñarle a educar. Si se le hace la moral a un crío, aprenderá a hacer la moral; si se lo alecciona, aprenderá a aleccionar; si se lo insulta, aprenderá a insultar; si se lo ridiculiza, aprenderá a ridiculizar; si se lo humilla, aprenderá a humillar; si se le mata el alma, aprenderá a matar almas. Después sólo le quedará elegir entre él mismo, los demás o ambas cosas.

Esto no significa, sin embargo, que el niño pueda crecer sin ningún tipo de tutela. Lo que necesita para desarrollarse es respeto por parte de quienes cuidan de él, tolerancia hacia sus sentimientos, sensibilidad para entender sus carencias y humillaciones, y autenticidad por parte de sus padres, cuya propia libertad —y no consideraciones de orden pedagógico— es la que pone fronteras naturales al niño.

Pero precisamente esto último plantea grandes dificultades a los padres y educadores por las siguientes razones:

   1. Si los padres tuvieron que aprender a una edad muy temprana a prescindir de sus propios sentimientos, a no tomarlos en serio e incluso a despreciarlos o ridiculizarlos, les faltará el instrumento de captación más importante en el trato con sus hijos. En compensación, intentarán aplicar principios pedagógicos a manera de prótesis. Así por ejemplo, en algunos casos tendrán miedo a demostrar su ternura, creyendo que podrían mimar excesivamente al niño, mientras que en otros ocultarán su propia humillación detrás del Cuarto Mandamiento.
   2. Aquellos padres que, de niños, no aprendieron a tomar conciencia de sus propias necesidades ni a defender sus intereses porque no se les concedió derecho alguno a hacerlo, permanecerán desorientados a este respecto a lo largo de toda su vida y dependerán, por eso mismo, de ciertas normas pedagógicas fijas. Pero esta falta de orientación, al margen de que asumiera un cariz sádico o masoquista, generaba, pese a las normas, una gran inseguridad en el niño. Citaré un ejemplo: un padre, adiestrado para obedecer desde una edad muy temprana, debe obligar a su hijo a obedecer de modo cruel y violento en ciertos casos, a fin de imponer así, por vez primera en su vida, su propia necesidad de ser respetado. Pero este comportamiento no excluye la interposición de etapas de conducta masoquista en las que el mismo padre se muestre tolerante con todo porque nunca aprendió a defender los límites de su propia tolerancia. Y así, sus sentimientos de culpa por el castigo injustamente aplicado le llevarán de pronto a hacer concesiones insólitas y a provocar con ello el desconcierto del niño, que no soportará esa incertidumbre acerca del verdadero rostro de su padre y, adoptando un comportamiento cada vez más agresivo, le hará perder al fin la paciencia. Y el niño acabará asumiendo de este modo el papel del oponente sádico en representación de los abuelos, con la diferencia, sin embargo, de que el padre puede controlar la situación. Este tipo de situaciones —en las que «se ha llegado demasiado lejos»— sirven a los pedagogos para demostrar la necesidad de los castigos y puniciones.
   3. Dado que el niño es utilizado a menudo como sustituto de los propios padres, se convierte en objeto de una infinidad de expectativas y deseos contradictorios que él, lógicamente, no es capaz de satisfacer. En casos extremos, una psicosis, la drogadicción o el suicidio pueden ser la única solución. Sin embargo, esta impotencia lleva muchas veces a una agresividad creciente que confirma a su vez en los educadores la necesidad de tomar medidas enérgicas.
   4. Una situación similar se produce cuando los niños son entrenados —como en la educación antiautoritaria de los años sesenta— para adoptar un comportamiento determinado que sus padres desearon alguna vez para sí mismos y, por tanto, consideran como universalmente deseable. Al hacerlo, pueden ignorar totalmente las verdaderas necesidades del niño. Sé de un caso, por ejemplo, en el que un niño triste fue animado a destrozar un vaso cuando lo que más deseaba en aquel momento era subirse al regazo de su madre. Si los niños se sienten permanentemente incomprendidos y manipulados, sacarán a relucir una auténtica perplejidad y una agresividad no menos justificada.

Contrariamente a lo que en general se piensa, y con gran horror de los pedagogos, no logro descubrir significado positivo alguno en la palabra «educación». Veo en ella la defensa personal del adulto, la manipulación perpetrada desde su propia inseguridad y falta de libertad, que puedo entender perfectamente, pero cuyos peligros no me es lícito ignorar. Así puedo entender, por ejemplo, que se encierre a los delincuentes en cárceles, pero no creo que la privación de la libertad y la vida en prisión encaminadas exclusivamente a la adaptación, conformidad y sumisión del recluso, puedan contribuir realmente a mejorarlo, es decir, a su desarrollo. La palabra «educación» encierra la idea de una serie de objetivos que el educando debe lograr, con lo cual se está ya perjudicando su posibilidad de desarrollo. Sin embargo, la renuncia honesta a cualquier forma de manipulación y a la imposición de estos objetivos no supone abandonar al niño a sus propios impulsos, pues éste necesita en gran medida de la compañía espiritual y corporal del adulto. A fin de posibilitar al niño un desarrollo completo, esta compañía ha de presentar las siguientes características:

1. respeto por el niño;
2. respeto por sus derechos;
3. tolerancia con sus sentimientos;
4. estar dispuestos a que su comportamiento nos informe: a) sobre la naturaleza de aquel niño en particular: b) sobre el propio modo de ser infantil, que capacita a los padres para asumir el trabajo del duelo; c) sobre la regularidad de la vida emocional, que puede observarse mucho más claramente en el niño que en el adulto, porque el niño es capaz de vivir sus sentimientos mucho más intensamente y, en caso óptimo, con más sinceridad que el adulto.

Las experiencias hechas con la actual generación demuestran que esta disponibilidad es posible incluso en personas que han sido ellas mismas víctimas de la educación.(…)”

Alice Miller
“Por tu propio bien. Raíces de la violencia en la educación del niño.”
Ed. Tusquets, 1998, Pág. 101-105

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